Hay cosas que difícilmente suenen más aburridas que una convención de profesionales de servicio público de alto rango. Así nos sonó cuando el equipo firmó el contrato para alojar como hotel sede a un numeroso grupo de profesionales de diferentes áreas geográficas de Europa. Alto rango, alto poder adquisitivo y poder de decisión casi ilimitado, es lo más que puedo desvelar del colectivo. Así sonaba de aburrido hasta que conocimos el motivo de la visita: La participación en una liguilla amateur de fútbol entre las diversas sedes. Espíritu deportista, parece.

Un día después de su marcha, tras cuatro noches en el hotel, todavía no dábamos crédito al fin de semana que ahí ocurrió. Las habitaciones sólo se usaron para una fugaz y ocasional ducha que los mantuviese en posición vertical hasta el partido de la mañana, la seguridad se multiplicó por 3, la provisión de cerveza se medía ya por albercas y hasta el equipo de recepción tuvo que hacer uso de «tarjetas rojas» versión hotelera. Era imposible encajar ese perfil profesional con la catarsis que vivimos.

—Nunca aceptes un trabajo donde ganes mucho dinero y nadie pueda discutir lo que dices— afirmaba resignado el organizador del torneo. —La mayoría de ellos necesita este fin de semana como imperativa liberación terapéutica, a riesgo de perder la cabeza. Tanto poder no es bueno.—

Así como los deportistas deben competir con rivales, los presidentes de empresas se someten al Consejo y Juntas de Accionistas y los políticos a los votos, la mayoría estamos expuestos a nuestros antagonistas, a quienes nos discuten ideas o quienes no piensan igual. Después de ese fin de semana, pude ver el daño que puede llegar a hacer que nadie pueda llevarte la contraria. Desde entonces, cada negativa, cada rechazo y cada visión diferente a la mía, se encara como un vendito golpe.

No, no significa, ni mucho menos, resignarse, sino aceptar que los antagonistas tienen su función. Una de las grandes virtudes que señalan los que se aproximan a la práctica del boxeo es, paradójicamente, recibir golpes. No como acto masoquista, sino como aprendizaje a la exposición al golpe. No te gustan, los evitas, pero les pierdes el miedo.

Y ahí está lo mejor: Cuando no sólo no tienes miedo al golpe, sino que lo consideras una pieza necesaria del juego, sólo entonces liberas el eterno freno de mano de la vida. Los que siguen sufriendo por el golpe que todavía no se han dado, deben continuar resignados en el papel de espectador.

Bendito derechazo.