Desconocemos con exactitud lo que el labrador británico Thomas Cowley sintió una fría mañana de marzo al pasar con sus 2 bueyes por el centro de Wattford allá por el año 1793. Pegado en un poste de la calle advirtió un cartel que leía: 

Hazte steamer.

Seguramente no reparó demasiado en él, considerando que seguramente se tratase de un nuevo grupo religioso local.

Pasadas las horas, con la luz justa para reconocer todavía las caras de sus vecinos, llegó con las fuerzas justas a la taberna local. Había sido una dura jornada bajo el castigo de los elementos. Le esperaba una jarra de cerveza recién tirada con el novedoso invento del grifo bombeador. De nuevo, ignoramos lo que sintió al leer un pequeño anuncio en un sucio pasquín abandonado en la mesa: 

En el s. XIX, el que no esté vaporizado, no será.

Era la segunda vez en el mismo día. ¿Por qué tanto misterio con el vapor? Había oído hablar de una nueva máquina a un viajero hacía unos meses. Una máquina silbona y malhumorada, capaz de mover con fuerza grandes cilindros a golpes de vapor. La cerveza pudo el pulso al pasquín y, soltando éste, descansó la vista en el fondo del vaso. 

-Vapor de agua moviendo hierro… Com’on.

Fiel a sus costumbres y rutinas, Tom, volvía a pasar con sus bueyes por lo que hoy es Stoke Road, seguramente algo más cambiada. No había sido una mañana fácil. Las lluvias habían echado a perder la reciente siembra cercana al río Wey. Absorto en sus pensamientos, caído en el suelo, advierte varios carteles: 

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Levanta la vista y, a ambos lados de la calle, apenas quedaba un poste libre de anuncios de tamaños variados: 

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Por si fuera poco, a lo lejos, un pequeño grupo de personas rodeaban una plataforma elevada desde donde un desconocido lanzaba airadas sentencias:

– Traigo aquí, sólo para ustedes damas y caballeros, una formula infalible para que, de una vez por todas, estén preparados para la vaporización. Súmense a los nuevos tiempos. ¡Despierte ya a su nuevo YO!

Thomas ya no disimula su desconcierto. Mira a Beige y a Bug moviéndose a paso lento y firme a su lado, y se pregunta qué diablos son todos esos nombres nacidos a la sombra de una máquina lanzadora de vapores y quién diantres era ese charlatán.

El mercado abierto del Condado sería una buena ocasión ver a sus viejos conocidos, aliviar sus preocupaciones y poner un poco de luz ante el frenético sinvivir diario de anuncios, voces y pasquines del fin del mundo.

El Spring Market se celebraba en la explanada cercana a Bowers Lock. El río y el viejo camino del Norte facilitaba el transporte de mercancías. Tom no tardó en ver a Elmer, Conrad y William. Sus padres, abuelos, bisabuelos y así hasta agotar los -uelos, se habían encontrado en el mismo lugar durante generaciones. El tema favorito era lo débiles y pusilánimes que apuntaban sus vástagos. 

 – Esto se va a la ruina con estos holgazanes.

Pero la ruina volvía a sobrevivir otro siglo. Tom (Así le llamaban) no quería iniciar la conversación acerca de los anuncios y pasquines que le acechaban a diario. 

Todavía sonaba la risotada del último chiste de Conrad, cuando delante de ellos pasa una carreta con idénticos anuncios a sus costados y zarandeados por el vaivén de los baches. 

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Las risas pararon. Cada uno miraba errático en una dirección rascándose al compás el cuero cabelludo. Nadie se atrevía a hablar de ese nuevo código al que parecía no habían sido invitados a compartir. 

Actualízate. En el s. XIX, el que no esté vaporizado, no será. 

Así rezaba el majestuoso cartel que cubría por completo la trasera de la carreta. Vaporizado.

No sólo el viejo mercado abierto del condado había sido invadido por el nuevo código secreto. La feria ganadera, la feria de artesanos, la feria de telas. Todas se veían inundadas de los apocalípticos mensajes. Nadie se atrevía a hablar de ellos, pero en las caras se advertía un aire grave inusual, muy diferente a las sonrisas enmarcadas por pómulos rosados que solían gastar en idénticas situaciones de antaño.

A las pocas semanas, todavía absortos y todavía rascándose, algunos vecinos de muy variadas labores, recibían en sus tierras voluminosas y pesadas cajas. Dentro, la máquina de hacer vapor. La solución a todos los problemas y la llave que abría de par en par la puerta al s. XIX. 

Las piezas de los paquetes ahora formaban grandes ruedas articuladas. Un día, una de ellas lanzó un bramido largo y vaporoso. Al bramido lo siguió otro al otro lado de la colina. Y así, otro y otro más. El condado se llenaba de máquinas vigorosas alimentadas por una boca que no hacía más que engullir alimento de chimenea. 

Cada propietario, feliz de unirse a la fiebre steamer, lucía su novedosa máquina en un lugar bien visible y cerca de su casa. Vapor, ruido, bramido, giro y más giro. No parecía realizar función alguna más que girar y hacer ruido, pero las caras de gravedad desaparecían.

Mientras, los telares, las huertas, los campos, los talleres, iban siendo descuidados y los rendimientos menguantes del terreno y los oficios, se destinaban al nuevo ejército de desconcertantes nombres. A más de alimento de chimeneas, los humeantes artefactos parecían no saciar su sed de personas rodeando tan necesaria invención. Cada máquina la rodeaba un ejército de boilers, combustioners y furnacers. Cada uno explicaba perfectamente al propietario lo perfectamente optimizado que estaba el proceso de combustión, presión, empuje y giro.

Pero el puente que parecía abrir una vía segura y rápida al nuevo siglo que asomaba cercano, se había convertido en un insaciable monstruo. Las máquinas, imponentes y novedosas, omnipresentes en el condado, parecían girar ya sin provecho, despertando un creciente anhelo por lo que había sido y fue siempre el condado.

Arrinconado por la creciente tendencia, el ya viejo Tom compró una de aquellas máquinas, convirtiéndose de la noche a la mañana a la nueva religión steaming. Nunca supo por qué, ni se atrevió a preguntar. Seguía encogido y sobrepasado. Pero, una mañana, apoyado en puerta de su vieja cabaña, observando el incesante humo, al ejército de boilers, las ruedas giratorios y su yermo campo al fondo, por primera vez se hizo una pregunta:

– ¿Cómo puedo sacar algo de provecho a esta infernal máquina? 

Beige y Bug ya sólo pastaban, desgastados por el tiempo y la buena labor hecha. 

– ¡Si esta infernal máquina fuese capaz de mover una onza de todo lo que habéis movido vosotros! – Pensaba.

De repente, un pensamiento le asalta. Se levanta del suelo y se dirige a la máquina engulle fósiles. La golpea una y otra vez y otra y otra más. Así va a ser. Desde hoy vas a tirar lo que han tirado mis bueyes o dejarás de comer. 

Y así, con los pocos bienes que le quedan, manda hacer los ejes necesarios para montar la pesada máquina sobre 4 sólidas ruedas situadas en los extremos. Acto seguido dirige la máquina a los yermos campos enganchando un arado en su parte trasera. 

– Tu turno. – Dijo. 

Y así, en media jornada quedó aireada y lista toda la tierra. Steamers, boilers, combustioners y furnacers. Todos haciendo girar la maldita máquina y ninguno capaz de decirle su verdadera utilidad y propósito.

Imagen de Bryce Miles en Pixabay

Sus compañeros de fatigas Elmer, Conrad y William no tardaron en copiar la simple aplicación de la máquina. Enseguida se sumaron los artesanos y talleres en apremiar a sus respectivos ejércitos de maquinistas a buscar aplicaciones del invento en sus respectivos oficios. Todos parecían proclamar a una:

– Se acabó el girar y engullir sin sentido. Más me vale un metro de tierra movido con sentido por un viejo buey, que 1000 optimizados giros sin destino.

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Afortunadamente esto ocurrió en s. XVIII, en los albores de lo que, por entonces, no imaginaban que sería la primera Revolución Industrial. El bueno de Tom, hoy en día, estaría curado de espanto de los voceros sobre tarimas, versión s. XXI que, sin mancharse las manos, le daban lecciones de la vida, de salir adelante, de sudar día a día y de hacer oficio.

En pleno s. XXI ya no nos dejamos intimidar, cuando de la noche a la mañana surge un SEO Content Manager, un CRO Specialist, un Trafficker Digital, un Growth Hacker, un CRM analyst, un UX designer, un Chief Digital Officer ni un Big Data analyst. Tampoco nos dejamos intimidar por Customer Experience Manager, desarrolladores Backend, ni Consultores de Ecosistemas. 

Hoy en día, no es tan fácil que nos sumemos al primer apóstol de San Apolonio del Último Grito, desconcertados por la falsa condescendencia de quien conoce una solución infalible. Porque, con cuatro revoluciones industriales a nuestras espaldas, hemos aprendido que nuestro propósito no puede ser convertirse en esclavo de lo último, sino hacer que sea lo último lo que trabaje por nuestro propósito.

O, ¿Acaso no lo hemos aprendido aún?